Qué duro es ir desapareciendo, poco a poco, del recuerdo de alguien. Acaba siendo un ejercicio mutuo.
Hace tiempo que no me llamas por mi nombre. Un mes atrás me preguntaste por mis hijos y, en mi mueca de extrañeza, te perdiste en el trampear de una equivocación. Miraste las baldosas que aguantaban nuestros pies- ¿Nos tomamos un café?-.
Paseamos por el patio de un encierro y lamías tus labios agrietados por las pastillas – No me dejes sola-. Te deshaces en el cariño de un instante y aprieto fuerte para no perderte. Vas desapareciendo e intento retener tu figura. Se vaporiza en el anhelo de un recuerdo y se diluye la acústica de tu voz.
Te abrazo decisiva y retuerzo tus costillas contra las mías – No me dejes sola-.
En el golpe de realidad que es estar contigo siento lo efímero de la vida. Dándome la razón las palmas de tu manos. Me acurruco por dentro mientras te miro. Tu también me miras e intercambiamos el dolor que provoca la lucidez, cada una sentada en su lado de la barra. Tu rostro cambia de sentido, dibujando entre los surcos de tus pliegues lágrimas que miran de lejos. Con la tez húmeda y palpitante.
Dejas de anclarte y te volatilizas en el desorden de tu pasado.
Y tu mirada se va volviendo piedra.
La dureza de un desgarro del cableado de tus pupilas anuncian una desconexión neuronal.
Perdiéndote, paulatinamente, en el anhelo de un recuerdo.
Al vivir se le desliza el disfraz y se convierte en un azar destructivo.
Como un virus.
No hay vuelta atrás.
Seguimos paseando sabiendo que el destino es, mutuamente, perdernos.