Cada vez que entra la luz tenue de otoño por cualquier ventana me acuerdo de Lara. La quería como a mi hermana, aunque nuestro primer contacto fuera como vecinas. Ella siempre decía que la luz de otoño reflejaba su estado anímico. Ahora es un dibujo del mío. Con la paciencia de quien espera el desayuno en un hospital, la fui conociendo y me fui impregnando de ella. De su escozor de piel, de sus manías y deseos. Nunca pensé que podría querer con tanta imprudencia a una persona que, aparentemente, sólo me unía el ascensor. Con el pasar de los meses fueron risas, lloros y solicitudes de algún tipo que ahora no voy a relatar aquí, dado que se escapan de la cuestión de la que quiero dejar constancia.
Es curioso cómo la vida puede menguar en pocas horas y dejarte descalza. Desconozco su conciencia acerca del asunto. Sólo queda de ella su rostro de fantasma y el recuerdo de algunas horas a la semana que pasamos juntas. Guardo de Lara las sonrisas, ganadas a base de cruzarnos todas las mañanas, que me regaló semanas después de llegar al barrio. Decoraba un aire vigoroso, aunque de chica mala y con cara siempre de pocos amigos. Quizás fue la necesidad de confiar en los demás lo que le falló, quién sabe. En este punto únicamente describo, observándola en su silencio, aquello que puedo dilucidar de aquel día y, aún así, nunca se esclarecerá lo sucedido. Observo, en el umbral de su habitación, la mata ondulada que apoya bajo sus hombros y un hermetismo que viene de la mano de una canción muda, de unos labios sellados a contrapelo.
Días antes de lo sucedido, en una de esas noches que cenábamos juntas, reconoció que le faltaba el dinero para pagar el alquiler y le habían propuesto un negocio, cosa que le permitiría mantener el piso durante un año entero. Le pregunté de qué se trataba y, en su morder de uñas, no quiso contestar. Ni una palabra. Paseó su mirada entre mis pupilas y se comió un trozo de pastel de nueces » No te lo puedo decir». Fueron las únicas sílabas que salieron de su boca mientras movía nerviosamente los pies de un lado a otro.
Poco después me crucé con ella en el ascensor. No decía nada y la acompañaba como su sombra un señor una cuarta parte más alto que yo, con guantes de piel y vestido de negro; olía a ropa húmeda, de esa que secas en casa los días de lluvia. Me traspasaba el alma con sus pupilas escondidas detrás de unas gafas con montura de oro. Me imaginaba que tenía problemas respiratorios por el sonido que emitía mientras inhalaba las gotas de aire que quedaban en el ascensor. Lara miraba al suelo, como con vergüenza, y acariciaba su labio inferior con los colmillos. El hombre alto me seguía fijamente con la mirada mientras salíamos del ascensor y vigilaba mis movimientos hasta que entraba en casa. Me inquietaba que supiera dónde vivo.
Una semana más tarde, en una noche anieblada, se cometió un delito a las 2.35 de la madrugada, cuyo único testigo fue la tímida presencia de la que relata. Nuestros pisos, construidos a principios del siglo XX, se tocaban por la pared del comedor. A las puertas de un sueño reparador oí gritos en casa de Lara. Me incorporé y apoyé la oreja en la pared. Una secuencia de respiraciones jadeantes, profundas, penetraron mis pulmones hasta hacerme perder el aire. Entre sollozos escuché una voz masculina: «Córtale un poco más arriba». Fue lo único que pude entender de un modo nítido. Luego se oyeron gritos onomatopéicos indescifrables, provinientes de la garganta de Lara. Al cabo de un rato, no recuerdo bien cuánto, escuché su voz pidiendo auxilio. Me puse unos tejanos manchados de café y las zapatillas deportivas. Abrí la puerta con las manos temblorosas y, aguantando la respiración, presté atención a la mirilla de la puerta de su casa. El parpadear de la bombilla de bajo consumo del rellano me cegaba los ojos. Acariciando el marco de la puerta de la casa de Lara conseguí dar con su mirilla. Los pisos de este edificio no son excesivamente grandes, así que la puerta de entrada da directamente al comedor. Tres figuras de unos dos metros estaban rodeando a mi amiga y vecina; llegué a ver las cadenas oxidadas que sellaban su cuerpo, de desnudez lánguida, al suelo; la sangre le corría por la parte baja de la mejilla y una expresión como estando en otro mundo teñia su rostro. El humo, de espesura significativa, y dos antorchas encendidas no me dejaban ver el resto con claridad. A segundos llenaba nerviosamente de vaho la mirilla y la limpiaba con el sudor de la yema de los dedos. Un cuadro que podría haber dibujado Goya en sus tiempos más oscuros estaba delante de mí. Sólo nos separaba una mirilla diminuta y una puerta de seguridad dudable. Me tapé la boca para no gritar y di los pasos necesarios hacia mi casa. Me costaba caminar, de repente mis piernas y mis pies pesaban demasiado. Una vez allí vomité algo que me pareció el cuerpo de Lara en el suelo de mi habitación y me quedé paralizada mientras oía sus intentos por pedir ayuda. Tres figuras de unos dos metros de alto cortaron como en hachazos la vida de Lara. Ella, sin lengua y con incapacidad verbal y comunicativa, no pudo decir ni escribir una palabra nunca sobre esa noche sangrienta.
En estos momentos, sentada en un sillón deshilachado, esperando a que las enfermeras le traigan la cena, observo cómo se pierde entre los cristales de una habitación del tercer piso de la unidad de psiquiatría, cuya ciudad no desvelo por su seguridad. Mira a un punto fijo, como queriendo dar en la diana, y se aguanta sobre una silla de ruedas. Cada vez que miro sus tobillos, convertidos ahora en muñones, aparece en mi mente la voz de respiradero de esa noche : «Córtale un poco más arriba». Nunca pude saber quién fue, pero lo cierto es que no volví a ver al hombre inquietante del ascensor. La belleza de Lara se tornó tenue, cosida por unos raíles que pusieron punto y final a lo que fue, dando espacio a lo que la han convertido. La miro con cuidado y, entre mis pupilas, le recuerdo las noches que cenábamos juntas. Sin soporte donde sostener su cuerpo y con las marcas de las agujas de unos labios que fueron cosidos, me devuelve el dolor de un recuerdo lúgubre y siento como el hielo inunda su pecho.